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Su despedida


El pitido de la maquina en la sala de terapia intensiva me indica que no queda mucho. El suero desciende lentamente, al igual que mis esperanzas de un regreso al punto inicial de un pasado en el que fui feliz. Pero no esa felicidad hipócrita en la que todo es color de rosa y los días son alegres y soleados. Sino esa que nos muestra que estamos vivos, que vamos por el sendero correcto y que si caemos, tenemos a alguien que nos ayuda a levantar.

Y es ella misma, la vida, que te arrebata de una u otra forma lo que te brindó. Como ese niño malcriado que al verte jugar con su juguete preferido te lo quita sin medir, dejándote inmerso en llanto.

Crecemos, maduramos y nos planteamos tantísimas veces como engañarla o, en su defecto, a su fiel compañero, el Destino…

Una enfermera entrada en edad me informa que no me resta mucho tiempo de visita y que debo apresurarme. Respiro profundo y le digo a mi abuelo Enrique:

-¿Por qué tenes que marcharte en este momento? ¿Cuándo más te necesito?

-Porque cumplí con lo que la vida ha requerido de mí. He tenido una gran estadía -sonrió-

-Pero…pero –tragué saliva- no quiero que ella te quite el último suspiro, te necesito a mi lado…

-Y yo siempre estaré ahí –volvió a sonreír-

-Sí, lo sé, de una forma metafísica pero yo –suspiré-  te necesito de otra forma.

-¿De qué forma? –tosió-

-De pequeño me enseñaste a valorar las pequeñas cosas, esas que pasan desapercibidas cuando uno se encuentra triste, me enseñaste a no descartar nada si aún tiene arreglo. A sobrevivir en un mundo tirano…y ahora me dejas solo, a la deriva…

-Lucas no quiero irme y dejarte solo en este mundo. Pero mi hora llegó hace mucho ya, la vida me prestó unos meses más al lado de mis seres queridos y yo debo regresarle ese favor yéndome con ella en éste momento.

-Sí, lo sé –una lágrima brotó sin que pudiera detenerla-

-No quiero que llores, yo estaré en paz, una paz que hace tiempo no poseo. Deja que me vaya.

-No quiero, no te vayas, te lo ruego –otra lágrima salió acompañando a la primera-

-Tengo que hacerlo –volvió a toser- mis consejos, mis palabras persistirán si vos no las dejas morir…

Mi nombre es Lucas, nací en el seno de una familia constituida por mi padre, mi madre y dos hermanos. En una ciudad llamada Jesús María, es pequeña pero hermosa.

Frente a nuestro hogar pasaba el ferrocarril todas las semanas y su bocina hacia que Pablo, Matías y yo corriéramos a su encuentro, le arrojábamos piedras, ya que el sonar de éstas contra el metal nos hacía reír. La inocencia que se pierde a través de los años…

Mis abuelos maternos, los únicos que conocí, vivían en una ciudad vecina, Colonia Caroya, tenía una avenida arbolada, campos de vid y mucha paz. Esas que las grandes urbes no conocen y jamás lo harán.

Los domingos cuando el reloj marcaba el medio día, íbamos, religiosamente en nuestro destartalado auto a almorzar a casa de ellos. Era un lugar de ensueño, único e irrepetible, los aromas variaban dependiendo la época del año.

En invierno invadían los olores a leña quemada, la brisa fría acababa con los mosquitos y las frutas invernales eran devoradas por cada uno de nosotros. Recuerdo que a las naranjas les hacia un pequeño corte, colocaba un embudo y succionaba hasta la última gota de jugo. Un gran plato de comida caliente y postre eran la combinación perfecta en esa época para hacer las reuniones familiares más amenas, y si con el almuerzo y postre no me alcanzaba, me escabullía a la heladera porque sabía que podía tener la suerte de encontrar algún trozo de chocolate, con el tiempo me di cuenta que era mi abuela Amanda quien los ponía allí especialmente para que yo los tomara. Yo era feliz con ese juego, la adrenalina de comerlo a escondidas me divertía en demasía. Con mi abuelo amaba ir a recolectar leña, mis pequeños brazos no traían muchos troncos pero me sentía poderoso ayudándolo. Al echarlos al fuego, sentir el crujir de las maderas me generaba la ilusión de que ese momento era único. Amaba jugar con fuego, afortunadamente el destino decidió que, en más de una ocasión, no ocasionara un incendio. Por supuesto luego de varios años me di cuenta de lo peligroso de mis actos.

Cuando la primavera comenzaba a asomar su hocico con vestigios de calor y el sol perduraba más en el cielo, me intrigaba saber que encontraría en los bastos campos, hurgaba cada rincón, cada escondite. Los gatos salvajes me volvían loco, aunque sabía de lo peligroso de intentar tocarlos eso no me detuvo jamás. Su pelaje erizado y ojos amenazadores eran señales claves para que me alejara de ellos y yo tenía más ganas de acercarme. Mi abuelo me retaba –dejalos tranquilos- me decía, yo trataba de agarrar a una pequeña cría detrás de una hilera de cajones vacíos de uva. Él con su gran temple y mirando a la madre a los ojos, como una conexión respetuosa, tomó a la pequeña cría y dejo que yo la acariciara para luego devolverla a donde pertenecía.

Me explicó que ellos vivían de esa forma, en estado salvaje, que podía observarlos pero que no los molestara, ellos también merecían paz.

Luego de unos meses llegó el verano, la mejor estación de todas para mí. No creo que para él lo fuera, aunque trabajaba arduamente todos los días, en verano era doble el esfuerzo. Se aproximaba la época de cosecha de uvas, trabajo que traía desde sus ancestros. Yo, lamentablemente, no logré obtener ese amor por el campo, pero el brillo en sus ojos me enseñó más de lo que necesitaba. Aprendí que cuando amas algo con todo el corazón, jamás debes dejar de hacerlo, aunque no poseas las fuerzas necesarias.

Pablo, siendo el mayor, recibió todo tipo de lecciones, él trabajaba a la par de Enrique, de sol a sol, manejando el tractor, ayudando a los peones y disfrutando de todo lo que hacía. Yo por otra parte corría detrás del tractor viviendo esa época solo como un juego.

Los años fueron pasando y aun me motivaba, en pequeñas proporciones, el riesgo a lo desconocido, entrar al sótano temeroso y subir corriendo cuando una pequeña brisa acariciaba mi espalda. Todavía disfrutaba robar chocolates y escuchar la radio en el auto de mi abuelo. Eran épocas felices e inocentes, pero uno crece y se olvida de esas cosas. Entramos a la adolescencia y esa nueva etapa borra a la anterior tan solo de un plumazo. El temor a los cambios, los traumas no resueltos, el mismísimo miedo a vivir eliminó en un abrir y cerrar de ojos a ese niño inocente que deseaba atrapar a un gatito salvaje…

Me desconecté de mis abuelos, las charlas ya no existían, mi estupidez por problemas banales me alejó de lo que más amaba. Dejé de ir religiosamente a visitarlos, prefería pasar tiempo con personas que hoy ni siquiera están en mi vida. No sabía que decir, que hacer, ya no existían rincones para investigar ni fuego que prender que me mantuviera entretenido. Solo nació el aburrimiento de estar en un lugar que en un principio me brindó tanto pero que ya no me provocaba nada. Fui tan estúpido, hoy entiendo que jamás pude disfrutar del todo, aprender a vivir nuevas aventuras…

En las cosechas posteriores yo tomé el lugar de Pablo y las viví desde el lado de la queja, no aproveché el tiempo que se me regaló, las risas por chistes sin sentido, el ocaso del día  bajo la vid que desprendía ese aroma que encendía todos mis sentidos… Dejé de lado todo eso, y hoy maldigo, ante la falta maldigo. Insulto al saber que renuncié a todo lo que me pertenecía, todo lo que heredaba, todo lo honroso. Puedo comprender, en cierta medida, que transitaba una época difícil, pero no puedo escudarme ante la estupidez de mi accionar. Tantas charlas que dejé de lado por amores sin sentido, cigarrillos fumados a escondida, la resaca de noches perdidas…

A pesar de los consejos de mis padres sobre valorar a los seres queridos yo ignoraba los planes que el destino tenia para mí.  –No les va a pasar nada, no a ellos- pero sucede…

Hoy  mientras esos pensamientos me torturan y la tristeza, como un cuchillo, me atraviesa el pecho, me arrepiento…me arrepiento de no haber indagado sobre mis raíces, mis antepasados, sobre la vida de Enrique, su infancia, sus sueños y anhelos… si bien él era un hombre de pocas palabras yo podría haber puesto más esfuerzo de mi parte para conocerlo…

Siempre me hablaba en Friulano, un dialecto procedente de Udine, al norte  de Italia, cuna de los antepasados de mi abuelo y lugar que antes de morir quiero conocer, es mi gran meta en la vida.

-¿Por qué nunca me dijiste que estaba equivocado? ¿Que dejé que pasara mucha agua bajo el puente y que recién ahora me doy cuenta que me inunda la tristeza?

-Debías aprenderlo de esa manera, yo no tenía que intervenir- tomó mi mano- Lucas nada de lo que te aqueja es cierto, quita ese peso de tus hombros, sé que me amas, sé que siempre lo harás, siempre me llevaras en tu memoria. Quizás te olvides del sonido de mi voz pero dudo que te olvides de mí, de lo que signifiqué para vos. Lo que no te enseñé y lo que si aprendiste. Fue difícil para mí demostrar mi amor, pero no dudes nunca que lo hice. Para mí, amor fue tenerte cerca, hacerte reír panza abajo, tu cara de susto cuando te hacia caballito en mis piernas, escucharte cuando me contabas emocionado una pelea de hormigas y abejas, llevarte en mi falda y ver tu cara de entusiasmo mientras el cimbrón del tractor te llevaba de un lado a otro. ¿Te acordes cuando aprendiste a manejarlo? Tenías tanto miedo…pero lo que siempre te identificó fue la capacidad de convertir ese miedo en templanza y arrogancia. Te creías amo y señor del tractor y yo, orgulloso al verte en el mismo con el motor apagado queriendo aprender a manejar las marchas. Recuerdo cuando me ayudabas en las faenas, en una ocasión te quedaste hasta altas horas armando embutidos. –tosió y sonrió-

-¿Y de que me sirven esos recuerdos? –Dije entre dientes- si estoy a punto de perderte, de que te vayas para jamás volver. Ya no habrán mas recuerdos, solo quedará este momento…el momento de un final anunciado pero no deseado.

-No permitas que te gane la tristeza –acarició mi mano- las despedidas nunca son lindas pero…-hizo un gran silencio, me miró y dijo- nosotros vamos a estar siempre juntos, prometo guardarte un lugar en mi nube.-expresó sonriendo-

Comencé a llorar sobre su pecho, no quiero que me deje. Sé que es su momento, pero aun así soy egoísta, quiero tenerlo siempre a mi lado, que me vea egresando de secundaria, equivocarme al elegir carreras universitarias, mi primer gran amor, el desamor, mi frustración al entrar en la adultez, el nacimiento de mi hija, su bisnieta, mi primer hogar y tantas otras cosas que se perderá en el momento en el que cierre sus ojos… y yo ya no podré sentir ese golpecito en mi hombro que me indique que lo hice bien, o que me indique en su defecto que un tropezón no es caída.

-Abuelo, he perdido tantísimas oportunidades de decirte que sos y serás mi pilar, también perdí la oportunidad de preguntarte por tus sueños, anhelos, miedos, amores y desamores…Dejé pasar la ocasión  de tenderte una mano, un mate… Me olvidé lo importante que sos en mi vida por problemas que hoy en día no tienen ningún significado. Te pido perdón, que incluso hoy esa palabra me resulta insulsa ante el dolor que me está quemando por dentro –le tomé la mano-

-Querido Lucas, te dejaré mi última enseñanza, mis últimas palabras –tosió – a veces cometemos errores, dejamos de lado a nuestros seres queridos, lo que amamos y nos apasiona por problemas mundanos y con fácil solución, nos ahogamos en mares de tristeza y no nos permitimos ser salvados. Nos creemos inmortales, ególatras de la vida y cuando nos enfrentamos a la muerte nos hacemos en los pantalones. El miedo nos invade, nos damos cuenta de las cosas que dejamos pasar, de los besos no dados, los te quiero silenciados por enojos pasajeros, peleas sin sentido…Veme en este momento, fijate quienes me han rodeado, quienes se preocuparon por mí. Solo mi familia, quienes verdaderamente me aman, los que pese a mi estado deplorable, con ojeras que ocupan todo mi rostro –tragó saliva con dificultad- aquí están, no se han movido de mi lado. Esa es la última enseñanza que te dejo, ama, protege, cuida, espera y no dejes jamás que los problemas sean más importantes que tus seres queridos. Jamás querido nieto.

-No me dejes, te lo ruego – lloro en su regazo- no puedo imaginarme la vida sin vos.

-Es momento de mi partida – dijo mientras observaba a la enfermera aproximarse-

-¡No, por favor!- dije mientras ella me sacaba a la fuerza- ¡no me dejen sin mi abuelo! –ya eran dos las que me sostenían, mis fuerzas eran mayores pero contra la muerte no se puede batallar-

Sé que todo lo que me dijo es cierto, sé que era su momento, sé que está cansado de luchar. Pero no lo puedo perder, no quiero… y desapareció…su rostro, su aroma, todo. Me dejaron en la sala de espera con mi familia. El llanto era insostenible, no deseaba un abrazo, quería estar solo, asimilar la culpa que siento en este momento por haberme perdido de todo, lo que jamás aprenderé… En mis más profundos pensamientos siempre deseé irme antes que cualquiera en mi familia, a sabiendas que dejaría un vacío en mis seres queridos pero al menos no tendría que vivir la angustia de verlos partir a ellos.

Salgo a fumar un cigarrillo, mi rostro esta humedecido y mi piel erizada, no quiero entender nada, no quiero palabras vacías de autoayuda, solo quiero que todo esto sea un mal sueño, una pesadilla recurrente de la culpa que me invade.

La gente me observa extrañada pero al mismo tiempo entendiendo, acompañándome de una u otra forma. Las palabras de mi abuelo caen cual granizo y generan daño. Y quedó tanto por hablar, tanto que callé… no le pude expresar que lo amo, aunque sé que lo sabía.

Toso, apago el cigarrillo y miro al sol, su luz enceguecedora me predice todo. Mi celular sonó, era mi padre.

-Tu abuelo falleció –su voz se entrecortó- vení, te necesitamos.

Miré al cielo, sonreí  y dije:

-Guardame un lugar en tu nube, iré a mi tiempo para abrazarte, reírnos y que pueda decirte lo importante que sos para mí. Descansa y saludos a la abuela.


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